Hoy, 23 de febrero, de 2011, se cumplen treinta años del intento de golpe de Estado de Tejero. Cuando tuvo lugar, yo era un bebé, solo tenía unos meses. Los medios de comunicación nacionales han dedicado gran protagonismo a esta noticia, por su relevancia en la historia reciente de España, por la importancia de sus protagonistas y porque tantos años después sigue siendo un hecho relevante, al que los historiadores vuelven y se cree que aún quedan cosas por contarse de aquellos acontecimientos. Pero en esta entrada no quiero hablar del golpe, si no de un estado de ánimo y de unas ideas que pueden valer para nuestros tiempos.
He querido ilustrar esta entrada, en lugar de con las míticas imágenes de Tejero en el Congreso de los Diputados, con la ilustración de una manifestación democrática. Estas fotografías ya se han convertido en reflejo de toda una época y la cara de ese niño representa la cara de un país que quería sacudirse mucho gris, que caminaba lento y quería echar a correr, que estaba flipando por lo que tenía que venir y que se sentía en un momento único.
Muchas cosas han pasado en estos treinta años, a todos los niveles: económico, político, religioso, social... Algunos elementos cotidianos de nuestras vidas, como el teléfono móvil o facebook, no existían. Me cuesta trabajo abstraerme, porque ahora se nos impone un ritmo de vida tan rápido en el que parece que las cosas siempre han estado ahí. Esta entrada no pretende mitificar esa época, sabemos que hay luces y sombras, aspectos destacados y otros censurables, en todas las etapas históricas, pero habría que rescatar algunos aspectos de la transición.
Sin necesidad de profundizar en las noticias, desde hace años, tanto a nivel local como internacional, nos invade la sensación de un continuo ruido. Asesinatos, grupos terroristas, miedo en las venas, protestas políticas, constantes casos de corrupción, acusaciones mutuas entre los grandes partidos, imputados que sacan pecho, falta de pudor y de vergüenza, polarización, catálogo de las ofensas del otro... creando un estado de crisis y de crispación. No creo que los españoles de hace treinta años, en general, fueran mejores que nosotros, tampoco peores, pero sí tenían una ilusión que estos tiempos de tanto escepticismo han ido rebajando por culpa de infinidad de cosas que estamos acostumbrados a ver cada día, aunque muchas de ellas no las entendemos.
Algo que me parece interesante, hermoso y noble es la idea de la unidad. Unirse no implica aceptar todo del otro, podemos estar juntos, pero reconociendo, asumiendo y respetando nuestras diferencias. La transición española se considera modélica porque pudo ser un baño de sangre o mucho más convulsa, pero contó con protagonistas que tuvieron altura de miras y consideraron que todos tenían que poner de su parte por el bien común. Me gustan mucho estas grandes ideas generalistas, aunque luego llevarlas a la práctica es otra cosa (si no se ponen de acuerdo ni en una reunión de vecinos, ¿cómo hacer para entendernos?).
De todos modos, con todas sus miserias, sus problemas, errores y dudas, con todo lo mejorable, creo que la democracia es el mejor sistema que se nos ha ocurrido. Al menos de momento. Igual sería mejor la ciberdemocracia, pero eso sería otra historia. Todo es sumamente complejo y nos desborda el momento, es difícil abstraerse y analizar los rasgos que definen una época, pero en esta, tan caótica, individualista y con esta crisis que ha venido para quedarse, no estaría mal mirar de lejos, con más nostalgia que mitomanía, los días en los que la democracia empezaba a mostrar su sonrisa. Ahora, más bien, está cabizbaja o tiene una mala tarde... pero esa mala tarde dura ya mucho tiempo.
miércoles, 23 de febrero de 2011
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